Gran parte de nuestras desgracias como nación nacen de la pobre calidad de nuestros gobernantes, la extrema delicadeza de nuestra diplomacia y la desunión de una sociedad jaloneada por políticos irresponsables, envidiosos y corruptos que prefirieron siempre velar por su interés, por sus ansias de poder, antes que pensar en el país. Son tres componentes que, sumados, constituyen la fórmula ideal del fracaso.
Y el Perú ha vivido casi todos sus 188 años como Estado bajo el sino de esas lacras. La derrota tras la Guerra del Pacífico no fue una excepción. Como tampoco lo fue la vergüenza de perder posteriormente Arica. Permitimos que Chile diera largas durante años a la realización del Plebiscito pactado, período que aprovecharon los chilenos no solo para concientizar a la población peruana que residía allí sino para crear grupos paramilitares que la aterrorizaran, logrando que muchos huyeran para eliminar votos nuestros. Leamos lo que dice el Tratado de Ancón firmado el 20 de octubre de 1883:
“El territorio de las provincias de Tacna y Arica, que limitan por el norte con el río Sama, desde su nacimiento en las cordilleras limítrofes con Bolivia hasta su desembocadura en el mar; por el sur, con la quebrada y río Camarones; por el oriente, con la república de Bolivia; y por el poniente con el mar Pacífico, continuará poseído por Chile y sujeto a la legislación y autoridades chilenas durante el término de diez años, contado desde que se ratifique el presente tratado de paz. Expirando este plazo, un plebiscito decidirá, con votación popular. Si el territorio de las provincias referidas queda definitivamente en dominio y soberanía de Chile, o si continúa siendo parte del territorio peruano. Aquel de los dos países a cuyo favor queden anexadas las provincias de Tacna y Arica, pagará al otro diez millones de pesos moneda chilena de plata o soles peruanos de igual ley y eso de aquella”.
Pues bien, gracias a la monumental estupidez de nuestros gobernantes, a la fenomenal pendencia de la casta política y a la apabullante impericia de nuestra diplomacia, sencillamente nunca, jamás se realizó aquel Plebiscito. Y así perdimos Arica. Hay quienes justifican el hecho por la “delicada” situación de esos años, o lo que fuere. Pero al final del día, volvimos a perder una guerra. Esa segunda vez en la mesa de negociaciones. Y no vaya a ser que, empujados por las mismas condiciones de torpeza gubernamental, refinamiento diplomático y afán de poder (¿o es con “j”?) de los políticos, perdamos una tercera guerra, una que nos obligaría a desprendamos de 50 mil kilómetros cuadrados de riquísimo mar. Porque si bien desde 1990 hasta hoy el Perú sigue recortando la distancia, económica y emotiva, que nos separaba de Chile –en función a alejarnos de las políticas socialistoides que busca reimponer la progresía caviar–, sin embargo las elecciones del 2011 pueden cambiar el panorama en 180 grados. Y cuidado que en ese instante estará ya en etapa de definición la demanda ante La Haya. Por ello, dada la trayectoria de nuestra patria, no sería extraño que a raíz de una mala elección vuelva la sombra fatal y nos induzca a perder una tercera guerra.
lunes, 27 de abril de 2009
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