lunes, 06 de abril de 2009
En España, los principales partidos políticos protegen a rajatabla la seguridad de su sociedad. En el Perú, el abanico de partidos –que en conjunto podrían conformar una mayoría si los apetitos personales dieran paso al sentido del deber– sumados a una mal llamada sociedad civil –manipulada por la progresía local– han abandonado a su suerte a la ciudadanía ante el terrorismo.
Como señalamos hace poco, los hispánicos acaban de suscribir un acuerdo para “combatir y derrotar a ETA en todos los ámbitos, apoyar y reconocer a las víctimas del terrorismo, impedir homenajes a grupos vinculados a la banda, y deslegitimar política y socialmente a los que amparan el terrorismo”. En el Perú, entre tanto, la mítica sociedad civil, de la mano de los partidos de nuestro folclore político, va a construir una ermita para homenajear a los terroristas que asesinaron, aterraron, secuestraron a decenas de miles de peruanos. Un contrasentido insensato, más aún si quien preside el comité encargado de homenajear a los terroristas –aunque ahora se diga que se piensa hacer lo mismo con las víctimas de esos miserables– es un destacado ciudadano español, aunque también notable peruano.
En la vida de los países es indispensable que las dirigencias se comprometan a cuidar la tranquilidad ciudadana. No hacerlo es traicionar no solo principios sino, sobre todo, a ese pueblo que eligió a sus líderes para que lleven el país por la senda de la concordia, la paz, el progreso. Los principios de respeto a la integridad humana necesitan ser resguardados por los gobernantes. Pero la demanda de la gente –que sus líderes velen por su seguridad– va inclusive más allá de esas leyes de carácter universal. Trasciende a lo normativo, ya que abarca la obligación y el juramento de los gobernantes para cuidar al país y a sus habitantes de toda acechanza y amenaza. No obstante la firmeza de ese principio, la dirigencia peruana –fundamentalmente la política– lo soslaya, anteponiendo intereses que van a contrapelo de lo que exige su población. Es decir, una dirigencia que transita por su lado concentrada en satisfacer sus deseos, olvidando que su obligación pétrea es defender el bienestar común cuya piedra angular es la seguridad ciudadana. Y es en este orden de ideas que destaca la urgencia por proteger a todos y cada uno de los peruanos del principal enemigo de toda seguridad: el terrorismo.
Sin embargo, apresada la cúpula senderista y emerretista a comienzos de los noventa –es decir, cuando el Estado peruano derrotó política, más que militar y policialmente, al terrorismo–, parte de nuestra dirigencia se alió con el terror, iniciando una guerra satánica contra aquel Estado triunfador. Fue la progresía la que fungió de espolón de proa de un terrorismo que ya estaba abatido por la sociedad. Porque la guerra satánica se dio –en exclusiva– en la arena legal, dominada acá y afuera por el progresismo, autor de sendas normas sesgadas sobre derechos humanos. Derechos que, dicho sea de paso, el terrorismo dinamitó pero que, gracias a sus abogados políticos –la izquierda delicada–, consiguió capitalizarlos para luego –empuñando la bandera de la santidad– arremeter contra el Estado acusándolo de genocida. Esa dirigencia política –doble filo– y la falaz sociedad civil, sencillamente dan náusea. Obran por intereses ajenos al país. ¿O no?
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