viernes, 10 de abril de 2009

Qué farsa tan grande

domingo, 05 de abril de 2009

Si bien la muerte de un individuo puede ser vista como una tragedia, la muerte de 1,000,000 de personas es una estadística.” Esta frase gélida pertenece al asesino en serie Iósif Visariónovich Dzhugashivili, alias José Stalin. Un genocida paradigmático, responsable del asesinato de más de 40 millones de rusos que dedicó su mortífera existencia a “construir el socialismo” en el mundo. Y claro, para ello no vaciló en liquidar a sus oponentes. En rigor, la meta “revolucionaria” consiste en arrasar al contrincante, aterrorizarlo y torturarlo hasta sepultarlo como método infalible de éxito. Por alguna razón el ejemplo estaliniano fue calcado por todos y cada uno de los movimientos comunistas del planeta que se hicieron llamar “revoluciones socialistas”. Desde Fidel Castro a Mao. Fue la excusa zurda para cometer los peores crímenes –allí sí violaciones de derechos humanos, así como delitos imperdonables contra la humanidad y las libertades del hombre–, para luego pasarlos por aquel cedazo de lo políticamente correcto, ese secreto que manipula tan bien la progresía izquierdista que, cual arte de birlibirloque, relativiza al genocidio hasta convertirlo en eso que la tiranía revolucionaria llama dialécticamente “poderosas razones para alcanzar el objetivo supremo de cambiar las estructuras del país para gobernar a favor de los pobres”.

En otras palabras, de acuerdo al código zurdo, para alcanzar “el objetivo superior de construir el socialismo” las revoluciones están facultadas a matar, torturar, raptar, violar, etc. Claro que los únicos dictadores con permiso para asesinar, secuestrar, aterrorizar, pisotear constituciones y arrasar con sistemas democráticos son esos tiranos que lideran revoluciones de izquierda. ¿Cómo así? Pues sucede que –por trayectoria histórica– los partidos políticos zurdos han brindado su bendición a todo crimen de lesa humanidad que se ha perpetrado al amparo de alguna revolución social. ¿Pero quiénes son estos gurús que santifican los delitos revolucionarios? Pues los mismísimos líderes de la izquierda revolucionaria. ¿O acaso no ha sido siempre la siniestra la que ha legitimado matanzas y crueldades bajo la excusa de la suprema transformación socialista, argumentando –como diría cualquier zurdo peruano, de caviar a ultra– la necesidad, la extrema urgencia de “destruir las bases perversas de la oprobiosa burguesía que explota a los más necesitados”? A propósito, ¿acaso uno solo de estos revolucionarios –con las manos bañadas de sangre- ha sido condenado por tribunal internacional alguno? Claro que no. Porque son de izquierda. Y a la izquierda se le permite todo. Empezando por el asesinato “social”.

Y a esta escoria, a estos dinamiteros de sociedades, a estos asaltantes de países, a estos desalmados de esa izquierda, a estos miserables que se amparan en ruines “revoluciones populares” para establecer las más drásticas y crueles de las dictaduras –so pretexto de implantar un “nuevo orden social”–, el mundo intelectual no solo los consiente y soporta sino hasta los aplaude. Sensibilidad social, que le llaman. Qué farsa tan grande.

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