Este 24 de junio se cumplieron 40 años de expoliación y atraso por la reforma agraria. Una reforma con característica de venganza más que de coherencia. Una reforma hecha con el hígado, la sinrazón y mucha mala leche. Una reforma que solo buscó expropiar, humillar, y desprestigiar al agricultor. Una reforma que nunca tuvo sustento técnico, factibilidad económica ni viabilidad tecnológica. Una reforma que confiscó por la fuerza la propiedad ajena; que anuló la producción de otrora riquísimas tierras; y que llevó a la quiebra a emprendedores agricultores que abastecían de alimentos al país y además exportaban grandes volúmenes de algodón, azúcar, papa, etc. Una reforma que en vez de mejorar al trabajador de campo pauperizó aún más al campesinado. Una reforma que, en suma, pulverizó la agricultura y liquidó el derecho de propiedad.
Desde entonces han pasado varios gobiernos democráticamente elegidos –Belaunde II, García I, Fujimori I y II, Toledo y García II– sin que alguno moviera un dedo para enmendar la rapacería perpetrada por el socialismo que se ha reciclado en esa progresía caviar que hoy domina ministerios, juzgados, medios de prensa y salones de sociedad.
Aunque suene a letanía, es menester reiterar que la deuda agraria no solo sigue impaga, sino que su costo para el país aumenta cada hora. Lo que demuestra que los regímenes democráticos acabaron convalidando ese Estado cleptómano y déspota que diseñó la tiranía socialista. Es más, el ejemplo de “expropiar” sin pagar –y encima entregar a terceros la propiedad robada– constituye una de las peores taras para cualquier nación. Para empezar, es punto de partida del atropello, la injusticia, el fraude y el engaño. Y no obstante haberse violado el principio de propiedad –derecho del hombre consagrado en la Constitución–, no existe sin embargo una sola oenegé derechohumanista, un solo “demócrata” progre que defienda a los miles de propietarios de tierra que sufrieran tamaño atentado hace cuatro décadas. A ellos que se los coman los gusanos. Así piensa y actúa la izquierda respecto a quienes no piensan ni actúan como zurdo.
Por último, si la intención reformista hubiese sido –como se dijo– mejorar la situación del campesinado, entonces la solución no pasaba por arranchar la propiedad de las tierras a quienes las mantenían productivas. Eso se llama robo. Porque entregar las tierras en propiedad a elementales campesinos –sin exigirles pago alguno a cambio sino con la intención de convertirlos en cómplices de un delito, tras exacerbarles el odio “al patrón que come de tu pobreza”– no solo grafica el espíritu artero y el grado de venganza de la “revolución” socialista, sino que revela el resentimiento social con que siempre ha manejado las cosas la izquierda en el país, aún considerando las pocas ocasiones en que ha ejercido el poder. Jamás olvidaremos que este abuso ocurrió cuando la progresía fue parte vertebral de una feroz dictadura como la velasquista.
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