Javier Velásquez Quesquén es un político que destaca por ser ponderado, en una emergente generación del APRA caracterizada por jóvenes exacerbados. Maneja su agenda con celo. Su acceso a la presidencia del Congreso lo refleja, y el ejercicio democrático que hizo del cargo lo confirma. Hace poco le estuvo quitando el sueño la presidencia regional de Chiclayo, al extremo que deslizó su intención de alejarse no solo de la presidencia del Legislativo sino inclusive de renunciar al Parlamento. Hoy ocupa el influyente –aunque sin duda complejo, por el momento– cargo de primer ministro. En el período de un lustro fijado para los regímenes democráticos, el tercer año marca el tiempo en que empiezan a complicarse las cosas. No respecto a los problemas de fondo como luchar contra la pobreza; promover inversiones; encarar la crisis internacional; mejorar los servicios de salud, educación y seguridad; resguardar la soberanía; insistir en la reforma del Estado, etc. Nada de eso. Es más bien que la oposición lleva al extremo el asunto de lidiar con las formas democráticas, retando al gobierno a descifrar la fórmula mágica para evitar que las marchas y los paros violentos –así como otras asonadas mayores– acaben con muertos y heridos. Porque de producirse éstos, el gobierno acabará sentado en el banquillo, acusado por la izquierda de violar derechos humanos y cometer actos genocidas contra los pobres extremistas. Así la democracia aparecerá sentenciada por crímenes contra el pueblo y la izquierda sacando pecho en su rol de eterna Robin Hood de las masas, acumulando puntos para auparse al poder.
Es que al tercer año comienza la campaña electoral para el siguiente proceso, y con ella se desatan las iras de una oposición intransigente. La oposición ultra desestabilizadora que encarna la izquierda, convencida que con su salvajismo callejero –manejado con no más de tres mil mercenarios que toman carreteras, marchan amenazantes por las calles, destruyen propiedad pública y privada, etc.– afirma el aura de un inexistente apoyo popular; o en todo caso vuela en pedazos la gobernabilidad. Con esto último cocinaría el caldo de cultivo que invite a la poblada a sumarse a la intentona de traerse abajo al régimen democrático a través de un “golpe de masas” –estilo Bolivia–, para luego encaramarse en el poder mediante una espuria Asamblea Constituyente que le confiera “legitimidad” a la revuelta. El guión es archiconocido.
El día de la juramentación ministerial el jefe de Estado habló del “último gabinete”, aduciendo que habrá de perdurar hasta el fin de su mandato. En consecuencia a la gestión Velásquez Quesquén le aguarda un escenario sumamente complicado. La violencia irá multiplicándose porque los rojos saben que es su único instrumento para conquistar el gobierno. Bien acusando de criminal al régimen de turno –con lo cual resquebraja la imagen de la democracia– o a través de un “golpe popular” producto de instigar permanentemente a la revuelta de las masas. La pendenciera marcha de los cuatro suyos, prevista para setiembre, es la primera de una serie de pruebas de esfuerzo que la izquierda tiene preparada para el gabinete. Ojalá los ministros de Defensa e Interior activen antes los servicios de inteligencia pulverizados por Toledo.
lunes, 13 de julio de 2009
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