Estados Unidos sigue apostando a que Chile será el Israel de Latinoamérica. Identifica a la nación sureña como paradigma de la estabilidad regional, tanto por su conveniente ubicación geográfica como por su cuasi unidad étnica; por la riqueza de su sector privado; por las fenomenales inversiones extranjeras; y por la solidez de su clase política que supo articular una coalición exitosa a lo largo del tiempo, superando incluso el traumático retiro de Augusto Pinochet, artífice del Chile moderno. Recordemos que EE UU jamás indujo a Chile a remover ni a condenar a Pinochet –por dictador, genocida y corrupto– como sí lo hizo con el Perú respecto a Alberto Fujimori. En Lima, a contrapelo de lo que sucedió en Santiago con la salida de Pinochet del gobierno, los embajadores norteamericanos Dennis Jet y John Hamilton participaron en forma decidida –y sin duda desembozada– en el derrocamiento de Fujimori. Y aquello revela a las claras un trato muy diferente, políticamente hablando.
Por cierto, EE UU jamás presionó a entes como la OEA o a sus apéndices –la Comisión y la Corte
Interamericana de Derechos Humanos– para perseguir a Pinochet o a los policías y militares chilenos acusados de genocidio y violación de derechos humanos por las muertes y desapariciones ocurridas con motivo del golpe de Estado que derrocó a Salvador Allende. Golpe que, dicho sea de paso, fue alentado por la CIA. Mientras tanto EE UU sí forzó –y cómo– a aquellos entes panamericanos, conminándolos a acosar a Fujimori y sobre todo a que procesen a miles de uniformados peruanos quienes, a diferencia de los chilenos, resistieron valientemente un cuarto de siglo de terrorismo.
Objetivamente el comportamiento de la diplomacia washingtoniana revela un sesgo pro Chile, en contraste con su marcado talante antiperuano; asimismo aflora la actitud favorable del aparato militar norteamericano respecto a nuestro vecino, a diferencia de su gesto provocador y negativo en el caso del Perú. Esto último se refleja en la maniobra armamentista urdida por la inteligencia yanqui para permitir que el Tío Sam venda armas estratégicas a Chile, como la agresiva flota de aviones F16 y recientemente el grosero contingente de tanques de guerra con poderío fenomenal.
A diferencia de Chile –una nación sociopolíticamente definida, ubicada al extremo del Continente, que domina un paso vital para USA como el Estrecho de Magallanes–, Perú es un país complicado; rodeado de naciones inviables como Bolivia; sumergido en un narcotráfico que nos hermana a Colombia; con larga y compleja frontera ante un gigante como Brasil, incómodo para el imperio del norte; y encima con una fauna política tan pedestre –como es la izquierda progre– que no solo nos ha impedido articular una coalición de centro, sino que patrocinó a un dictador rojo como Velasco Alvarado que nos entregó a las fauces soviéticas. Quizá en parte allí estribe esa odiosa preferencia hacia Chile por parte de Washington, como también la causa de su alergia al Perú.
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