El periodismo peruano atraviesa por una etapa con visos decadentes. La crisis arrancó en los setenta tras la confiscación de los medios de prensa por la dictadura velasquista. Cuando Fernando Belaunde Terry devuelve a sus propietarios los periódicos, radios y televisoras, el daño ya estaba hecho. El público se había hastiado de ellos. Porque a lo largo de esos seis años de monopolio estatal, lo único que percibió el país fue un periodismo genuflexo, monocorde, insufriblemente oficialista. Y cambiar tendencias quizá sea la tarea más compleja en cualquier sociedad. Peor en una mutante como la peruana. Por ello, si bien los medios fueron devueltos a sus dueños la prensa se hallaba en cuidados intensivos. Los tirajes de los principales diarios y revistas –EXPRESO, El Comercio y La Prensa– cayeron a la tercera parte. Por esa razón cerró uno de los grandes periódicos nacionales, La Prensa. No resistió el cáncer contraído por culpa de la tiranía velasquista. Y los demás diarios debieron aplicar una reingeniería extrema para remontar su estado cataléptico. Hoy son dos o tres empresas periodísticas –entre las que está EXPRESO– las únicas financieramente estables. No obstante los tirajes diarios siguen menoscabados. Incluso los del diario más antiguo.
La situación límite llevó a los medios a adoptar un sesgo ajeno al periodismo tradicionalmente sobrio y sólido que tuvo el Perú hasta el zarpazo cleptómano de Velasco. Y así empezó la prensa escandalera, la amarilla, chismosa, prepotente; la prensa light, chicha, venal, intrigante, envidiosa y vengativa; la prensa sometida al poder político y económico, etc. Por esa razón se multiplicaron periódicos a un ritmo quizá único en el planeta. De ocho o diez que existían en la década del setenta, Lima llegó a soportar a cerca de 40 diarios. El remedio fue peor que la enfermedad. El neoperiodismo post confiscación ayudó más a crear círculos de poder –la principal beneficiada fue la comunidad caviar que monopolizó el concepto de lo políticamente correcto– y a consolidar la fortaleza de un solo grupo mediático. Al estigma de la falta de credibilidad –producto del periodismo estatizado por la revolución de Velasco– se sumaron plagas terribles como la hiperinflación de fines de los ochenta, el cuarto de siglo de terrorismo, y la corrupción del gobierno de Alberto Fujimori. Y es la suma de todo ello lo que ha impedido a la industria mediática nacional salir de cuidados intensivos.
El estado depresivo de la mayoría de diarios, revistas, radios y televisoras sigue empujando al precipicio al periodismo peruano. Y la opinión pública lo sabe, lo sufre y se resiente. Una prensa inservible, insidiosa que incita al caos y destruye valores morales. Una prensa que empuja a la confrontación, al odio, etc. Una prensa que solo dedica espacio a maquinar pleitos; a tratar lo secundario y esconder lo fundamental; a chismear y a denigrar; a escandalizar al país con “primicias” de “unidades de investigación”, auténticas maquinarias extorsionadoras. En suma, una prensa que sin la menor duda es culpable del estado decrépito y convulsionado de nuestra nación.
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