Absolutamente estrepitoso fue el fracaso del paro de 48 horas que con tanta pompa decretaron los transportistas. No solo pasó desapercibido, sino que los dirigentes de los choferes tuvieron que “suspenderlo” a medio día, tras reconocer el papelón que hicieron.
Buen debut entonces para el Gabinete que preside Javier Velásquez Quesquén, quien a contrapelo de su predecessor desde el primer momento de su gestión señaló que los problemas sectoriales los deben encarar y resolver los ministros del ramo. Con ello obligó a Enrique Cornejo a trabajar como encargado de Transportes y Comunicaciones, mientras el jefe de Gabinete se dedicaba a coordinar las medidas políticas para desbaratar el nuevo atentado contra el país. Una lección que pone en su sitio al payasín Alejandro Toledo, quien lenguaraz como de costumbre calificó a priori de “ministro de tercer nivel” al hoy presidente del Consejo de Ministros, importándole un comino echar más fuego a la hoguera –con su inelegante desprecio– en plena etapa de escalada antidemocrática.
Es más, el éxito del gabinete Velásquez Quesquén estriba en que el primer ministro no solo no cayó en la trampa de sentarse a la fuerza en alguna mesa de diálogo con los huelguistas, sino que tampoco suscribió acuerdo alguno como hubiera hecho Yehude Simon, un primer ministro acostumbrado a “dialogar” bajo chantaje, al extremo que habría dejado alrededor de 350 “acuerdos” firmados con una gama inimaginable de huelguistas e insurrectos, transando compromisos que el gobierno jamás podrá cumplir. No solo por consideraciones económicas sino estríctamente legales y constitucionales. Por ejemplo Simon habría acordado interceder –él como representante del Ejecutivo– para que el Congreso derogue la Ley de Aguas, violando así la independencia de poderes que consagra la Carta Fundamental. Con ese tipo de actitudes claudicantes el país –no solo el régimen García– se iba directamente al precipicio.
Con los transportistas no hay tema que tratar. La ley que fija penas y multas por infringir las reglas de tránsito fue aprobada por el Legislativo y promulgada por el Ejecutivo, y el gobierno ya decretó el Reglamento correspondiente. Ergo lo que resta es aplicar la norma con la mayor de las rigurosidades. ¿O acaso no recuerdan los transportistas –y los medios de prensa que hablan de excesos en esta Ley– a esas lamentables decenas de miles de fallecidos, o a los 170 mil inválidos a consecuencia de accidentes de tránsito ocurridos en la última década? ¿No comprenden estos conductores prepotentes que a la sociedad le urge contar con un instrumento coercitivo para poner coto a su salvajismo? La temeridad de los choferes hizo que la opinión pública –sensibilizada por la magnitud de su daño– exigiera al Congreso y a Palacio poner mano dura contra los criminales del volante. Pero como en este país siempre hay que hacer problemas donde no los hay, muchos “opinólogos¨ ahora reclaman que al gobierno “se le pasó la mano” por la dureza de las normas aprobadas. Ni caso, señores del Ejecutivo y el Parlamento. El país entero está de acuerdo con los dispositivos promulgados para castigar a los malos transportistas.
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