Que al Poder Judicial le falten recursos económicos es una verdad de Perogrullo. Pero indigna que ello suceda porque año tras año Ejecutivo y Legislativo recortan las partidas presupuestales que presenta la Judicatura. Si los tres poderes tienen el mismo peso dentro del Estado, ¿por qué el Judicial debe subyugarse a la decisión de los otros dos? Allí empieza el drama de la Justicia peruana. Y no se trata sólo de un cercenamiento financiero, algo impropio porque es a partir de las carencias como se genera la angustia para cubrir planillas; para construir nuevas instalaciones; para modernizar las vetustas oficinas; para ponerse al día en equipos y en capacidad tecnológica; etc. Es que al final del día ese estrangulamiento económico –ordenado por el Ejecutivo y el Legislativo– en la práctica anula los servicios que la Justicia está obligada a ofrecer a la ciudadanía.
Pero el tema va más allá. Nos referimos a la hipocresía, a la doble cara de la clase política. Es la falacia de esos eruditos de la democracia peruana que se rasgan las vestiduras exigiendo que la Justicia sea independiente y ajena a toda intervención del gobierno. Sin embargo son los políticos quienes mantienen ese perverso principio opresor, pero sobre todo intervencionista, por el cual –en materia presupuestal– se sigue sometiendo al Poder Judicial a los dictados del Congreso y de palacio de gobierno.
Es decir, se ubica a la Justicia debajo de los otros dos poderes del Estado, entes que sí controlan los políticos. Y como se sabe, con plata baila el mono. De modo que un Poder Judicial pobre será siempre dócil a la casta política. En consecuencia el drama de la Justicia peruana no es producto de su propia estructura ni resultado de la incapacidad de sus integrantes. Es la fórmula artera que ha encontrado la clase política para manipularla. Ergo la grita de los agoreros que a diario denuncian que los jueces son comprados por el gobierno, no es otra cosa que la manera taimada de los operadores políticos para extorsionar a jueces y gobernantes y continuar sacando troncha.
Mientras tanto seguimos con reos encarcelados durante diez años sin recibir sentencia, porque los escasos juzgados que existen–para atender a 28 millones de personas- no tienen dinero para atender la demanda de trabajo que recae sobre ellos. Y claro, los políticos se quejan cuando un prisionero exige su excarcelación si tiene más de 36 meses en la penitenciaría. Pero ojo, no hablamos de seis o doce meses en las mazmorras –tiempo más que suficiente para que el juez decida si uno es inocente o culpable– sino que son tres años de cautiverio lo que permite la ley para que recién se pronuncie la Justicia. Sin embargo, en caso la sentencia resulte exculpando al reo, ¿quién le repone el daño económico pero, sobre todo, el moral y físico? ¿Acaso ello no es una violación de los derechos humanos? Según los políticamente correctos la respuesta es no. Porque de ser afirmativa ya habrían exigido –como en el caso del Legislativo y el Ejecutivo– que sea el Poder Judicial el que decida el límite de su propio presupuesto.
lunes, 20 de julio de 2009
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