jueves, 25 de junio de 2009

Años muy complicados

Así como en el matrimonio se habla del comezón del sétimo año, en la gestión presidencial peruana hay que referirse al comezón del tercer año. Entusiasmado por años de preparación como figura pública; enardecido por el aplauso y la sonrisa de simpatizantes y curiosos; extasiado por la alcahuetería de asesores y afines; y finalmente extenuado tras luchar 24 meses en esa jungla llamada campaña electoral, resulta que como máximo el presidente puede gozar de dos años de luna de miel, una vez instalado en la parafernalia palaciega. Al año tres la declaratoria de guerra nuclear es automática. El origen de esta tara estriba en la vigencia del mandato presidencial y en los plazos de gobierno de las autoridades regionales y municipales. En efecto, el año entrante el país ya se apresta a elegir alcaldes y presidentes de región, y el siguiente al jefe de Estado. Es decir, una hecatombe política que se agrava por la ausencia de auténticos partidos políticos; mientras en contraste asoma esa multitud de irresponsables, improvisados, demagogos y fanáticos –los polichinelas de corrientes foráneas, como la que impulsa y financia el impresentable Hugo Chávez– que amenazan con gobernar esta nación.

La historia se repite con casi todos los jefes de Estado que han gobernado este país. El propio Alan García está viviendo un deja vu, pues durante los primeros 24 meses de su primera gestión la pasó como príncipe. Los tres últimos fueron peor que Vietnam. La última excepción a la regla fue con Alberto Fujimori quien, abrumado por la amenaza terrorista, los estertores de la hiperinflación–devaluación y el aislamiento del Perú de la comunidad económica, acabó con el mito del comezón clausurando el Congreso antes de su segundo año de gobierno. Toledo también tuvo su Gólgota recién cumplido dos años de mandato, al extremo que durante meses Pachacútec II permaneció parapetado en Palacio cuando unos sectores demandaban su remoción, mientras otros exigían que el primer ministro asuma el ejercicio del poder y que Toledín fuese apenas un figurón.

El resultado de esta realidad tercermundista es que, en la práctica, los gobiernos en el Perú duran dos años. Cualquier reforma, iniciativa, propuesta, etc., que el mandatario electo pretenda poner en marcha, sencillamente quedará trunca si no logra promulgarla antes de los 24 meses de vigencia de su gestión. Lo estamos comprobando en este segundo régimen aprista. Lo censurable es que con la experiencia que acumuló en los ochenta el presidente García no previera la encrucijada. Lamentablemente prefirió dormirse en sus laureles enclaustrándose en palacio en plena insurrección electorera; sin reflejos personales; sin presencia gubernamental al interior del país; con su partido político mediatizado, dividido y sin dominio de la calle; con un equipo de ministros que desconoce las artes políticas; etc. Y cuidado que estamos al comienzo de las campañas electorales. Nos esperan dos años muy complicados.

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