martes, 5 de mayo de 2009

¿En qué estamos?

¿El tamaño de la crisis económica que estamos viviendo permitirá que los mercados retomen su vigor, las bolsas se recuperen, los bancos vuelvan a capitalizarse y las empresas en general dejen de quebrar? ¿O acaso estamos ad portas de una revolución del sistema capitalista de libre mercado? Nadie se atreve a negar una ni otra opción. 

La verdad es que desconcierta hasta al más pintado de los analistas el hecho que, entre otros ejemplos, se hayan ido a la quiebra multinacionales como Lehman Brothers o Bear Sterns; o que el Tío Sam haya “facilitado” 50 mil millones de dólares a Chrysler y General Motors, la otrora empresa más grande del orbe, y que a pesar de ello la primera ya entró al Indecopi norteamericano y la segunda esté a punto de hacerlo. Pero la situación confunde sobre todo porque titanes de la banca como Citibank, UBS, Bank of America, JP Morgan, Wells Fargo, Lloyd´s, etc. solo pudieron salvarse del despeñadero recibiendo cerca de un trillón de dólares como inyección de capital. Pero lo cuestionable es que no la consiguieron –como correspondía hacerlo en el sistema capitalista de libre mercado– acudiendo al aporte de sus accionistas ni tampoco mediante la colocación de papeles en el mercado bursátil, sino recurriendo al recurso populista de recostarse en los contribuyentes; es decir en el dinero facilitado bajo el interés político. 

Ahora, lo que asombra de esas iniciativas objetables es que la traición al libre mercado se produjo durante un gobierno Republicano. Porque fue el régimen de George W. Bush, asesorado por Henry Paulsen, ex No. 1 de Goldman Sachs, el mayor banco de inversión del planeta, el que le otorgó a la gran banca, fundamentalmente, y también a la industria automotriz, cantidades siderales –aún indeterminadas– de dinero público sin control alguno, sin condicionamientos previos, y sin prever las consecuencias políticas de tal decisión. Y una de las consecuencias más preocupantes en materia política que debió calibrar la administración Bush –conocía lo frágil de su supervivencia, no solo por el caos financiero sino por los serios mitos creados en torno a Iraq, y por tanto era evidente que el siguiente gobierno sería Demócrata– fue que un candidato como Barack Obama aprovecharía los yerros populistas de su antecesor para capitalizarlos a su favor.

Y eso es justamente lo que viene sucediendo. Barack Obama ahora dirige, entre otras gigantescas corporaciones, a la gran banca, a la principal compañía de seguros, a casi toda la industria automotriz, a las dos macro emisoras de hipotecas. Obama decide entre otras gestiones empresariales cuál compañía va o no a la quiebra; asigna la participación que tendrá en ellas los trabajadores –no según la deuda laboral sino de acuerdo a su criterio político–; define los bonos que podrán pagarse a los ejecutivos, etc. Es decir, hablamos del más puro capitalismo de Estado. En consecuencia, si ello no es suficiente motivo para insinuar que nos encontramos ad portas de una revolución del sistema capitalista de libre mercado, ¿qué más haría falta? ¿Que la revista Forbes nombre al señor Obama el mayor empresario del planeta? Porque, corporativamente hablando, hoy Barack Obama controla muchísimo más recursos que, juntos, Bill Gates y Warren Buffet.

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